viernes, 4 de diciembre de 2015

El Estatuto de la Víctima: una mirada crítica.

¿Quién no se solidariza con la víctima de un delito? ¿Quién no puede entender la rabia e impotencia de los familiares? Supongo que la mayoría de nosotros/as comprendemos la angustia y el dolor que debe de provocar el ser agredido, atacado o torturado. Resulta fácil inferir los sentimientos de los familiares del/la damnificado/a, especialmente, si se trata de un homicidio o un asesinato por las consecuencias irreparables del hecho delictivo en cuestión. 

Los poderes estatales, con la intención de salvaguardar los derechos de la víctima y haciéndose eco de distintas directrices europeas que ya iban encaminadas en la misma dirección, han promulgado el Estatuto de la Víctima del Delito.

Este Estatuto se presenta como un catálogo general de los derechos, procesales y extraprocesales, de las víctimas de -determinados- delitos, entendiendo por víctima tanto las directas  (personas que han sufrido el daño o perjuicio) como las indirectas (en los casos de muerte o desaparición: sus familiares).

Algunos de los derechos que regula el Estatuto son: el derecho a entender y ser entendida, el derecho a la información, el derecho de traducción e interpretación, el derecho de acceso a los servicios de asistencia y apoyo y el derecho de participación de la víctima en el proceso penal. También contempla la prohibición de la actuación del abogado con las víctimas de catástrofes hasta transcurridos 45 días. El objetivo es garantizar a las víctimas un periodo de reflexión. Por último, se introduce la posibilidad de acudir a la justicia restaurativa (mediación).

De todas estas protecciones, considero importante detenerme en el derecho de participación de la víctima en el proceso penal. Me parece que la introducción de este derecho tiene una serie de consecuencias que resultan claramente alarmantes.

Hasta ahora las víctimas habían venido participando en el proceso judicial (el juicio) sin embargo, una vez obtenida la sentencia en firme (sea condenatoria o absolutoria), ya no disponían de mayor intervención. A partir del 28 de octubre del año actual las víctimas pueden estar también presentes durante la ejecución de la condena (la privación de libertad).  

Y ¿Cómo va a ser esta intervención? Podrán interponer recurso ante el Juez de Vigilancia Penitenciaria sobre las resoluciones de permiso, tercer grado, libertad condicional... es decir, sobre los beneficios penitenciarios que se apliquen durante el cumplimiento de la pena privativa de libertad.  

Al lector habitual de este blog ya le será de sobra conocido que los beneficios penitenciarios se otorgan en base a una serie de criterios: tiempo de internamiento considerando el total de la pena, gravedad del hecho delictivo, alarma social creada, redes de apoyo en el exterior, comportamiento durante la privación de libertad, adquisición de habilidades sociales, ampliación de formación educativa y/o profesional, consumo de sustancias tóxicas, motivación al cambio, participación en las actividades del centro, asunción de la responsabilidad del delito cometido, pago de la responsabilidad civil, situación administrativa de residencia y, en definitiva, el conjunto de características personales, sociales, psicológicas, económicas, familiares y de salud que rodean a la persona condenada a prisión. 

https://politicailogica.wordpress.com
Abrir la puerta a la víctima en la fase de ejecución de la pena implica que la función de reinserción y recuperación social se vea desplazada por la función punitiva, como parece ser tendencia últimamente. En los casos graves, por norma general, la víctima no va a obtener el resarcimiento que espera nunca, nadie le va a devolver a su familiar. Incluso en los casos no tan graves la percepción de la víctima contendrá un sesgo, que es legítimo, pero que entorpece los objetivos a alcanzar con la persona presa. De esta manera, la labor tratamental que se pueda estar realizando en prisión se ve menoscabada ya que la conclusión profesional, extraída del estudio de las variables a las que antes hacíamos referencia, es puesta en tela de juicio, no por argumentaciones rigurosas, sino por sentimientos tan lógicos como viscerales.

Por otra parte, no atisbo a imaginar en qué se van a basar las posibles alegaciones que puedan realizar las víctimas o los familiares, pues una vez privada la persona de libertad, no existirá contacto con la misma ¿Qué cuestiones se van a contemplar que no fueran ya expuestas y consideradas en la fase del juicio? Es más, el hecho de contemplar alguna cuestión adicional tras dictar sentencia firme ¿no implicaría vulnerar de una manera encubierta el principio de non bis in idem (no juzgar dos veces el mismo delito)?  

Al margen de todo esto, tengo dudas de que una relación tan prolongada de la víctima o sus familiares con los sistemas policiales, penitenciarios y de justicia sea tan beneficiosa para la misma como parece desprenderse del Estatuto, dado que quizás dificulte el poder cerrar ese amargo capítulo que han atravesado, pero esto es tan sólo una opinión personal pues carezco de experiencia en ese campo. 

De lo que estoy convencida es que la participación de la víctima en la fase de ejecución es tan populista como ineficaz. Creo que es una fórmula soterrada del Estado para desprenderse de la responsabilidad directa que tiene sobre la delincuencia a cambio de unos gramos de venganza justiciera e inútil

Si de verdad estamos preocupados por las víctimas, quizás deberíamos centrar el interés en los factores que hacen que determinados colectivos (mujeres, personas sin hogar, minorías…) sean más vulnerable al delito para, a partir de ahí, implementar los mecanismos tendentes a evitarlos.  

Para terminar os dejo la disposición adicional segunda de la ley:

“Las medidas incluidas en esta Ley no podrán suponer incremento de dotaciones de personal, ni de retribuciones, ni de otros gastos de personal”

En fin, juzguen ustedes mismos. Hasta pronto. 

viernes, 16 de octubre de 2015

¡Muerto de hambre, vagabundo, apestas!

El delito de odio, a pesar de no estar tipificado como tal en nuestro Código Penal, puede ser definido como toda infracción penal que tiene como motivación principal la discriminación y la intolerancia hacia una persona o grupo por razones de raza, sexo, orientación sexual, discapacidad, etc.

No me había parado demasiado a pensar en esto hasta que hace unas semanas acudí a un encuentro que convocó el Observatorio Hatento sobre un tipo específico de delitos de odio: la aporofobia, o lo que es lo mismo, los delitos de odio hacia personas sin recursos.

El Observatorio, coordinado por RAIS Fundación, está realizando una interesante labor investigadora que muestra el alcance y los mecanismos que subyacen tras los delitos de odio contra las personas sin hogar. En el informe de investigación  puedes encontrar datos acerca de quiénes cometen estos delitos, en qué medida las víctimas piden apoyo y denuncian los hechos o cuáles son las consecuencias físicas y emocionales.

Resulta alarmante que casi la mitad de las personas sin hogar haya sufrido humillaciones, intimidaciones y/o agresiones, y más alarmante aún que, de éstas, al menos el 80% las ha padecido en más de una ocasión. Es cierto que no todas las agresiones han sido físicas, pero como norma general todas las agresiones físicas han ido acompañadas de insultos y descalificaciones como: muerto de hambre, vagabundo, apestas y otras perlas semejantes que denotan tremenda agudeza mental.

Lo preocupante además es que los agresores suelen salir impunes por distintos motivos, pero el más evidente es que la víctima no denuncia. El hecho de no tener un domicilio fijo donde recibir notificaciones, la vergüenza o los interminables procedimientos burocráticos parecen ser las razones que más influyen en que estas personas desistan de emprender acciones legales.

De hecho, en mi trabajo en prisión, aún no he conocido ningún interno cumpliendo condena por los delitos a los que venimos haciendo referencia, a pesar de que, si tiramos un poco de hemeroteca, es bastante sencillo encontrar noticias sobre el tema.

Lo que sí ocurre con frecuencia es que, al término del cumplimiento de prisión, muchas personas son puestas en libertad sin más hogar que la calle, echando por tierra la más mínima oportunidad de reinserción social y favoreciendo el círculo vicioso calle-cárcel-calle-cárcel…muerte, porque no olvidemos que estas personas tienen una esperanza de vida bastante inferior a la media; alrededor de los cincuenta años.

En este sentido me ha parecido muy interesante una iniciativa que se está llevando a cabo para la erradicación del sinhogarismo y que se está extendiendo por varios países: el housing first. Este modelo en el que está trabajando, entre otras, RAIS Fundación, pretende colocar la vivienda en el centro de la intervención.

Tradicionalmente el abordaje de las problemáticas de estas personas ha sido protagonizado por la política social y es cierto que las necesidades de las personas sin hogar son múltiples y variadas (alcoholismo, salud física y mental, escasez de apoyo familiar…), pero cada vez más expertos en la materia están colocando el acento en la vivienda como eje de una intervención más amplia.

De esta manera, como afirma Fernando Fantova, la  exclusión residencial grave ha de ser una responsabilidad, en primera instancia, de la política de vivienda, aunque lo multidimensional y complejo del problema requiera la colaboración de varios servicios y, qué duda cabe, que los servicios sociales y de salud también.

En estos días estamos celebrando la Semana Internacional para la Erradicación de la Pobreza. Habrá manifestaciones en muchas ciudades españolas por si queréis uniros. 

Hasta pronto.


sábado, 19 de septiembre de 2015

Castigado sin tele.

Echando un vistazo en las redes sociales a menudo tropezamos con reflexiones, frases y/o imágenes que tomamos como ciertas sin ni tan siquiera cuestionarnos lo que pueda haber de verdad en ellas.

La última que me he encontrado es la que figura en la imagen de más abajo. Moncho Borrajo hace la siguiente pregunta en twitter: ¿Por qué los enfermos tienen que pagar por ver la TV pública y los presos no? Desde luego estoy de acuerdo con su autor; la pregunta es tontísima, pero lo peor es que la comparación resulta, además, falaz, capciosa y simplona.

Es cierto que en prisión hay una televisión comunitaria en cada módulo, una única pantalla que comparten decenas de internos, a veces un centenar, y que suele estar ubicada en el espacio dedicado a comedor, al igual que existen en algunas salas de espera de hospitales. 

Hay que puntualizar que cuando finaliza la jornada en prisión, los internos son recluidos en sus celdas alrededor de las ocho de la tarde, donde permanecen hasta la mañana del día siguiente. Las televisiones que existen en las celdas son compradas por los propios presos, quiénes encomiendan al demandadero o demandadera que le descuenten de su cuenta de peculio la cantidad de dinero para la adquisición del producto. 

Como es de suponer, si la persona en cuestión carece de medios económicos no dispondrá de tele a menos que su compañero de chabolo cuente con mayores recursos pecuniarios y haya decidido adquirirla a título personal. 

Aclarado este tema, a mí también me surge una pregunta (igual lo mismo de tonta): Si los presos carecieran de televisiones ¿en los hospitales se podría ver la TV gratis? Mucho me temo que ese servicio de TV de pago que, en la mayoría de las ocasiones, ha sido cedido a una empresa privada no desaparecería. Me entristece que siempre que se establecen comparaciones con las personas reclusas exista un ánimo revanchista hacia ellas, como si el internamiento no fuese suficiente o los presos tuviesen la culpa de la crisis, los desahucios o la muerte de Manolete. Para la próxima reforma del Código Penal podríamos proponer como medida de seguridad añadida a la pena el apagón informativo.

Además de entristecerme esta situación, me indigna. Me resulta despreciable enfrentar a colectivos que atraviesan situaciones de dificultad. Es como si culpásemos de los recortes en educación al coste que supone la obtención de medicamentos gratis por parte de los pensionistas. 

Al margen de lo ya dicho, los medios de comunicación suponen a veces la única ventana al exterior para muchos internos. Sin ellos, entrar en la cárcel sería lo más parecido a una máquina del tiempo; algo así como subirse en el DeLorean el primer día de internamiento y despertarse en un futuro desconocido y amenazante el último. Dudo que un excesivo aislamiento del exterior ayude a la inserción social de estas personas.

Lo más triste del dichoso tweet (rebotado y aplaudido por muchas personas) es que a su autor se le presupone un nivel cultural lo suficientemente alto como para caer en comparaciones tan ramplonas y, por otra parte, su condición declarada de homosexual debería facultarlo para tener una actitud, al menos, sensible con los más desfavorecidos. En fin, una pena. 

viernes, 7 de agosto de 2015

La maleta


Prometí dedicar una segunda entrada a la Reforma del Código Penal y su repercusión en la ejecución penitenciaria, pero he decidido posponerla a raíz de la noticia que enlazo: el juez envía a prisión al hermano del inmigrante que murió en una maleta.

A. M. (iniciales publicadas en prensa) en un intento de procurarle un mejor futuro a su hermano (supuestamente) decidió ayudarle a entrar en Europa. Como casi todo el mundo sabrá, el resultado fue trágico. El chico murió asfixiado en la maleta en la que se ocultaba y A. M. ha sido acusado de dos delitos: uno contra los derechos de los trabajadores y otro por homicidio imprudente. Ambos delitos pueden llegar a la considerable suma de nueve años de prisión, sin contar multas.



No voy a entrar aquí en disquisiciones sobre la justicia, ni en las causas que lleva a una persona a tomar decisiones tan arriesgadas, ni tan siquiera en la proporcionalidad del delito y la pena. Tengo mi propia opinión formada al respecto y no creo que tenga mayor peso de la de quien me esté leyendo. Lo que sí voy a exponer a continuación es la dificultad que entraña para mí abordar estos casos y las particularidades de este tipo de intervenciones.



Muchas veces me preguntan cómo controlo los sentimientos ante personas que han cometido delitos atroces, si siento miedo durante la entrevista o si temo por mi integridad... Lo mismo soy un poco inconsciente, pero la verdad es que cuando entrevisto a un interno de entidad tan sólo pienso en una frase que leí una vez en algún sitio: “las personas que hacen cosas horribles sólo son personas”. Esta frase, que me repito con algún caso, me ayuda a intentar mantener la ética y a tratar de cumplir con mi trabajo en lugar de abandonarme a la tentación visceral de añadir penosidad a la condena.


Creo que esto no lo llevo mal. Soy trabajadora social en una prisión y procuro no faltar a la dignidad de ningún preso. Tengo claro que mi misión no es juzgar, por lo que hago todo lo que está en mi mano para lograr el cumplimiento del mandato constitucional referido a presos y exreclusos.

Como digo, el perfil de internos conflictivos, peligrosos o como se les quiera denominar no me preocupa en exceso. Sin embargo, existen otro tipo de perfiles con los que tengo mayores dificultades. Me refiero a aquellas personas que se encuentran en prisión por una concatenación de infortunios, de decisiones erróneas o por factores íntimamente ligados a las situaciones de exclusión.

Aún a sabiendas que mi trabajo comienza a partir del internamiento y no antes, que no soy juez, que no soy legislador y que no tengo competencia para cambiar el rumbo de los acontecimientos, aún así, me asalta una pregunta recurrente: ¿Qué habría hecho yo en el lugar de estas personas? Igual hubiera hecho lo mismo.

Odio cuando esto sucede porque considero que ni la pregunta, ni la respuesta aportan nada a la intervención. Las trabajadoras sociales conocemos muy bien el importante papel que representa la empatía en la relación de ayuda, sin embargo creo que, a veces, un exceso de la misma puede resultar incluso adversa para el interno, la intervención y la propia trabajadora social.

El tiempo de prisión lo imponen los Jueces y Tribunales. Aunque desde prisiones tengamos cierto margen de maniobra en la concesión de beneficios penitenciarios, existen unos plazos temporales fijados por ley que son inamovibles, por tanto, si es irremediable el encarcelamiento, intentemos aprovechar la estancia en prisión para la consecución de dos objetivos fundamentales: la reducción de los efectos negativos de la reclusión, y, si es posible y útil, la adquisición de mayores competencias (educativas, formativas, laborales, actitudinales, comportamentales…)

La justificación o la minusvaloración del delito pueden provocar en el interno una autopercepción de víctima del sistema. Esta percepción, lejos de movilizar recursos, resulta casi siempre desmotivadora, convirtiéndose la estancia en prisión en un tiempo totalmente inerte, vacío y muerto.

En lo referente a mí, creo que me va a perseguir la misma pregunta y, probablemente, persista la misma respuesta. Tratar de controlar estas emociones y que no repercutan en la intervención va a seguir siendo una tarea costosa, aunque también necesaria.

 

sábado, 11 de julio de 2015

Leyes Mordaza en el ámbito penitenciario.

El pasado 1 de julio entraron en vigor la Ley Orgánica 4/2015, de 30 de marzo, de Protección de la Seguridad Ciudadana y la Ley Orgánica 1/2015 de 30 de marzo de Reforma del Código Penal. Estas normas, calificadas como Leyes Mordaza, han suscitado intensos debates entre los expertos, han provocado movilizaciones por parte de la ciudadanía y han sido objeto de atención preferente en las redes sociales. Desde la ONU han sido criticadas por considerar que amenazan derechos y libertades e incluso el Consejo General del Poder Judicial las tachó de inconstitucionales.  

A pesar de que han dado mucho que hablar, en mi opinión se ha prestado poca atención a los efectos que van a provocar en la ejecución penal, en el sistema de prisiones y por ende también en el tratamiento penitenciario, especialmente el Código Penal resultante. Por este motivo quiero dedicar esta entrada a explicar las principales materias que se van a ver afectadas y por qué me parece un mal Código. 

El C.P. promulgado va a exigir que se adecuen otras normas como la Ley Orgánica General Penitenciaria y el Reglamento Penitenciario, pero mientras se acometen esas reformas la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias ha redactado una instrucción, la 4/2015, en la que se señalan cuatro modificaciones principales que van a incidir en el cumplimiento de la pena:

  1. La clasificación directa en Tercer Grado por el Juez o Tribunal competente.
  2. La sustitución del cumplimiento por la expulsión del territorio español
  3. La suspensión de la ejecución del resto de la pena y la concesión de libertad condicional.
  4. La introducción de la nueva modalidad punitiva de la prisión permanente revisable.
Con el ánimo de no extenderme en exceso en un tema tan complejo he preferido evaluar en esta entrada sólo los dos primeros puntos y dejaré para la próxima los dos siguientes.

En lo referente al primer punto, es decir, la clasificación directa en Tercer Grado por el Juez o Tribunal competente, tengo que destacar que hasta ahora tanto la clasificación como la revisión de grado penitenciario (primero, segundo y tercero) eran propuestas por las Juntas de Tratamiento de las distintas prisiones y resueltas por el Centro Directivo (Madrid).

Como he explicado en otras ocasiones, antes de realizar la propuesta los profesionales que componen la Junta de Tratamiento han estudiado la personalidad del interno o interna, el historial individual, familiar y social, el medio al que retornará, la red de apoyo, la duración de la pena, la fase del consumo de tóxicos, las facilidades o dificultades existentes en cada momento, la alarma social creada, el grado de motivación al cambio, la posible oferta laboral y todo un sinfín de variables que impiden que, aunque en ocasiones nos equivoquemos, la decisión adoptada se pueda calificar como cualquier cosa menos de arbitraria.

Para realizar este estudio y llegar a una conclusión, los internos pasan un periodo que denominamos de observación en el que valoramos todas las características que he reseñado, así como la adaptación al nuevo entorno, las consecuencias del internamiento y la evolución del interno en el régimen penitenciario.

Sin embargo, el nuevo C.P. permite a los jueces clasificar directamente en tercer grado a una persona condenada sin necesidad de la propuesta de la Junta y la resolución del Centro directivo. Esto otorga a Jueces y Tribunales una discrecionalidad que, no sólo ningunea la labor realizada por los Equipos Técnicos sino que, según mi parecer, esconde una finalidad capciosa: sortear la valoración profesional de las Juntas de Tratamiento, otorgándole un poder casi absoluto a la autoridad judicial. Creo que esto no va a hacer que el sistema penal sea más ágil y coherente, argumentos esgrimidos en el Preámbulo del C.P, sino que favorece la adopción de decisiones menos rigurosas.

Dicho esto, también es cierto que el C.P. encomienda a los jueces solicitar informes previamente al Ministerio Fiscal y a Instituciones Penitenciarias, pero carece de sentido porque se supone que, para entonces, la decisión prácticamente habrá sido tomada y, además, esos informes no son vinculantes. De cualquier modo, me parece que la intromisión de la justicia en el Tratamiento Penitenciario no tiene sentido; la misión de los jueces es juzgar y la de la prisión reinsertar, no al revés. Los jueces ya disponen de otros mecanismos para flexibilizar la pena sin necesidad de entrometerse en el proceso postjudicial: sustituciones, suspensiones y, en definitiva, el conjunto de penas y medidas alternativas a la prisión por lo que creo innecesario esta inclusión.

Si nos fijamos ahora en la segunda modificación que señalaba del C.P: la sustitución parcial o total de la pena de prisión (la cárcel) por la expulsión del territorio español resulta igualmente alarmante. Es cierto que en la anterior redacción del Código Penal ya se contemplaba esta sustitución, pero el juez tan sólo podía determinar la expulsión cuando se trataba de extranjeros en situación irregular, sin embargo con la reciente reforma se extiende a cualquier extranjero independientemente de su situación administrativa de residencia e incluso a ciudadanos de la Unión Europea.

Es cierto que la ley también contempla que no procederá la sustitución cuando, a la vista de las circunstancias del hecho y las personales del autor, en particular su arraigo en España, la expulsión resulte desproporcionada, pero según mi parecer este apartado no queda nada claro ya que la apreciación de la desproporcionalidad va a depender de la interpretación subjetiva del juez, otorgándole de nuevo una potestad ilimitada e injustificada.

De nuevo, el hecho de no ser ciudadano español supone un agravio comparativo que desmiente la supuesta igualdad ante la ley. La expulsión es, para la mayoría de los casos, una condena aún mayor que la propia pena privativa de libertad porque, no sólo hay que considerar el hecho de ser deportado, sino que además debemos tener en cuenta que una expulsión siempre va aparejada de una medida: la prohibición de entrar en el territorio español en un periodo que comprende de cinco a diez años. Es decir, al extranjero no sólo se le condena a prisión, sino también al ostracismo.

Es a todas luces positivo que leyes tan represoras hayan suscitado movilizaciones en contra de las mismas, pero me apena que las personas presas y extranjeras continúen siendo las grandes olvidadas y hayan quedado incluso fuera de la agenda mediática, a excepción de la prisión permanente revisable que, como anticipé, será objeto de la próxima entrada.

Para terminar, presento mis condolencias a aquellos opositores a prisiones que van a tener que modificar gran parte del temario gracias al frenesí legislador de este Gobierno de iluminados.


Hasta la próxima.

lunes, 6 de abril de 2015

Incógnito (Segunda Parte)

Hace un par de semanas Belén Navarro me pidió que leyera un libro y escribiese una entrada sobre el. Aparqué el que tenía entre manos y me dispuse a leer Incógnito de David Eagleman. Tengo que confesar que lo comencé sin mucha fe. El cerebro y sus entresijos no me resulta una temática especialmente atractiva, sin embargo este libro es diferente, puedes entenderlo sin tener ni idea de biología o neurociencia (como es mi caso). Su autor utiliza un lenguaje claro y accesible y el contenido es tan interesante que obliga a pararse y reflexionar sobre lo leído.

Belén ya abordó el contenido en su entrada Incógnito (Primera Parte) por lo que voy a centrarme en el capítulo sexto en el que Eagleman cuestiona el planteamiento de la responsabilidad penal. El autor sostiene que los sistemas penales están mal planteados porque parten de que todas las personas adultas son capaces de tomar decisiones sensatas, todos somos razonadores prácticos, en palabras de Eagleman. Esto sería así si todos compartiésemos un mismo cerebro, no obstante los cerebros son distintos, es más, incluso un mismo cerebro puede llegar a cambiar por la acción de un virus, las drogas, un tumor, el entorno, una mutación genética, etcétera.

Cuando nacemos ya hemos sido expuestos a una serie de condicionantes que van a determinar nuestra vida como adultos: igual tu madre ingirió drogas durante la gestación; lo mismo en la infancia sufriste maltrato, desatención o abuso sexual; quizás las paredes de la casa en la que viviste estaban revestidas con pintura con alto contenido en plomo, por poner sólo unos pocos ejemplos. Todo esto puede dañar el cerebro y modificar la inteligencia, la agresividad y la capacidad de tomar decisiones.

Con esto, el autor no pretende eximir de responsabilidad a los delincuentes, pero sí trata de advertir que las personas empiezan sus vidas en lugares muy distintos. Podemos caer en la tentación de pensar que nosotros no haríamos las cosas que ha hecho tal o cual delincuente, sin embargo nosotros no vivimos en esa casa, no nos criaron esos padres, no nos alimentamos de esa comida y no fuimos al mismo colegio. Aún tratando de hacer un ejercicio de la empatía a la que tanto aludimos los trabajadores sociales, no podremos estar en su piel porque no compartimos cerebro.

Una estadística realizada a presos estadounidenses demuestra que los portadores de una serie de genes determinados tienen ocho veces más probabilidades de cometer una agresión con daños físicos graves, diez veces más probabilidades de asesinar, trece veces más de cometer robos a mano armada y cuatro más de cometer una agresión sexual. El 98,4 % de las personas que están en el corredor de la muerte en EEUU son portadores de estos genes. Como vemos, estamos bastante más condicionados por nuestras estructuras moleculares y el entorno de lo que en principio desearíamos. El ser humano no ha decidido si portar los genes delincuentes o no, tampoco ha elegido los padres que lo educaron, ni el entorno en el que creció.

El autor no pretende exonerar a los delincuentes; como afirma el propio Eagleman Explicación no equivale a exculpación. Lo que busca es perfeccionar el modo en que se castiga y hacer un sistema legal compatible con el cerebro y que mire al futuro. Para el autor no tiene sentido preguntarse hasta qué punto la responsabilidad del delito fue del delincuente o de su biología, porque no existe distinción significativa entre el uno y la otra. Son inseparables. Lo que sí tiene sentido es por ejemplo saber por qué la incidencia de enfermedad mental entre la población inmigrante de un país es superior que el de la población mayoritaria. Recientemente se ha demostrado que la presión social a la que se encuentra sometida la primera incide en el desarrollo de la enfermedad.

Este dato ilustra muy bien la diferenciación necesaria entre la responsabilidad penal de un sujeto y la necesidad de arbitrar mecanismos tanto preventivos como tratamentales que hagan de esta sociedad un lugar con menos delincuencia.

Eagleman afirma que todas las sociedades tienen impulsos punitivos, pero los periodos de encarcelamiento no deberían responder al deseo de venganza sino al riesgo de que el penado vuelva a infligir la ley. Sustituye la responsabilidad por la modificabilidad. Aboga por un sistema legal flexible que sea individualizado (una sentencia personalizada), en función de cada persona y su posibilidad de reinserción.

El neurocientífico afirma que los sistemas legales se fundamentan en la igualdad ante la ley, sin embargo para él todos no deberíamos ser iguales ante la ley porque no nacemos iguales: tenemos distintas virtudes, defectos, cualidades, potencialidades…de ahí la necesidad de personalizar la ley y dictar sentencias basadas en la modificabilidad. Esta es la tesis que me alberga mayores dudas puesto que si para un mismo delito se puede tener distinto tiempo de condena me parece que podría vulnerar garantías como la seguridad jurídica. Esa flexibilidad ha de existir en el Tratamiento Penitenciario, pero a mi juicio no en la sentencia.

Antes de finalizar voy a compartir una reflexión que me ha sugerido el libro: Diversas asociaciones, oenegés e instituciones públicas y privadas han realizado estudios sobre el número creciente de personas en situación de exclusión, han elaborado estadísticas del aumento de niños malnutridos y publicado informes sobre las precarias condiciones de vida que esta crisis está ocasionando a la población. De estos abrumadores datos creo que somos todos bastante conscientes, sin embargo, si como afirma Eagleman, existe todo un catálogo de condicionantes del entorno que pueden dañar el cerebro y modificar la inteligencia, la agresividad y la capacidad de tomar decisiones, quizás la repercusión para el futuro sea aún mayor y más preocupante de lo previsto . Se admiten opiniones.

Por último, tengo que advertir que en una entrada de blog resulta muy complejo explicar un planteamiento que a esta persona le ha llevado todo un libro. El autor afina mucho más sus posicionamientos y, al margen de polémicas, me parece que abre un debate enriquecedor acerca de los sistemas penales, por lo que yo también recomiendo su lectura.
 
Hasta pronto.

martes, 17 de marzo de 2015

Los servicios sociales penitenciarios ¿Lo qué?

Después de este pequeño parón bloguero vuelvo a la actividad en el Día Internacional del Trabajo Social ¿Qué mejor día para regresar? Por cierto, felicidades a todas/os los compañeras/os que aman esta profesión, se encuentren en activo o no.

Qué duda cabe que el ámbito del trabajo social es muy reducido, más aún si nos centramos en un marco sectorial como es del trabajo social penitenciario. En la prisión en la que desempeño mi labor somos nueve trabajadoras sociales y apenas tenemos comunicación con las trabajadoras sociales de otras prisiones. De hecho, es más frecuente y común la coordinación extrapenitenciaria (sanidad, educación, servicios sociales comunitarios, Seguridad social...) que con otras colegas de prisión. La cárcel más cercana se encuentra a más de 200 kilómetros. Esto dificulta las posibilidades de unirnos para plantear propuestas de mejora, reivindicar derechos o algo tan sencillo como debatir sobre cuestiones de interés.

Hace unos meses, cuando se estaba elaborando el anteproyecto de Ley de Servicios Sociales de Andalucía, miraba con asombro y casi envidia a las compañeras (mayoría mujeres) de los Servicios Sociales de Base. Los posicionamientos en contra de la ansiada Ley, y digo ansiada porque la que se encuentra en vigor data de 1988, iban referidos sobre todo: a su carácter prestacionista, al blindaje que realizaba de la Agencia de Servicios Sociales, a la regulación de la iniciativa privada en la gestión y la escasa participación ciudadana.

Después de leer el Anteproyecto, me parecieron muy acertadas esas críticas y considero que el esfuerzo colectivo realizado por las compañeras, los colegios de trabajo social y algunos partidos políticos ha influido en la paralización, al menos momentánea, de su tramitación paralamentaria. Esperemos que no nos la cuelen por debajo de la puerta tras las elecciones autonómicas.

Dicho esto, me parece interesante advertir la escasa referencia que se realiza a los servicios sociales eespecializados, sectoriales, de segundo nivel o como se les quiera denominar. Creo que los profesionales de servicios sociales especializados deberían hacer llegar esta falta de regulación existente en la ley. Nosotros, desafortunadamente, ni tan siquiera formamos parte de la red de servicios sociales, ya que hace tiempo se nos encuadró en Departamentos de Trabajo Social dependientes de la Subdirección de Tratamiento correspondiente.

De igual modo quiero destacar que Instituciones Penitenciarias pertenece al Ministerio de Interior, por lo que una legislación autonómica no puede tener por materia la actuación de las trabajadoras sociales en prisión, nuestras funciones o nuestra labor en el interior. Aunque, por otra parte, las Comunidades Autónomas podrían trabajar en la prevención de la delincuencia y la reinserción de personas exreclusas. La sociedad en su conjunto lo agradecería porque en muchos casos la pena comienza cuando termina la condena.

Además de la dispersión de compañeras por el territorio nacional, que resulta inevitable, existen otras cuestiones que dificultan el impulso del trabajo social penitenciario y/o la creación de unos servicios sociales penitenciarios; una de ellas es la propia legislación. Echemos un vistazo a nuestro marco legal de referencia:
  • La Ley Orgánica General Penitenciaria establece que los internos y ex reclusos, así como sus familias, tendrán derecho a recibir la asistencia social necesaria.
  • El Código Penal al referirse a las penas y medidas alternativas al internamiento señala que el Juez o Tribunal dispondrá que los servicios de asistencia social competentes presten ayuda o atención que el sujeto precise.
  • El Reglamento Penitenciario denomina uno de sus capítulos Acción Social Penitenciaria, en el que aunque se mencionan los Servicios Sociales Penitenciarios apenas los dota de contenido.
En la legislación y documentos penitenciarios aparecen confundidos términos tan dispares como servicios sociales, trabajo social o asistencia social. La terminología no es baladí. Si buscamos definiciones sobre asistencia social encontraremos muchas. Una de ellas, referida específicamente a la Asistencia Social Penitenciaria, fue elaborada por Francisco Bueno Arús quien la define como aquella actividad, pública o privada, organizada o espontánea, encaminada a solventar necesidades materiales y morales de los reclusos y exreclusos y de sus familiares y mantener vivos los lazos con la sociedad.

Este vocabulario nos devuelve a la época inmediatamente posterior a la beneficiencia, de manera que desgraciadamente el recorrido realizado por nuestra profesión parece que no ha tenido correlato en prisión. Para IIPP los trabajadores sociales seguimos siendo asistentes porque nos dedicamos a la asistencia social, como bien remarcan las normas reseñadas.

El hecho de depender de la Administración Central y no de la autonómica tampoco es una cuestión insustancial ya que nos quedamos al margen de cualquier ley autonómica de servicios sociales. Es más, si en algún momento se promulgara alguna normativa a nivel estatal tampoco nos afectaría porque, como ya he dicho, no pertenecemos a la red pública de servicios sociales.

Los sindicatos, necesarios siempre, tampoco han hecho mucho en este sentido. Los trabajadores sociales como personal laboral (minoritario en prisiones) no hemos sido nunca sujetos de atención preferente. Normalmente los sindicatos centran sus esfuerzos en la ingente masa de funcionarios, sobre todo los de vigilancia.

De cualquier modo, si desde el 2008 las tasas de delincuencia siguen descendiendo, supongo que algo se estará haciendo bien, digo yo. Hasta pronto.

 

A mi hermana:
Mi niña Lola
Concha Buika

Si algún/a trabajador/a social de prisiones tiene alguna propuesta para montar un grupo, una página de facebook o cualquier otra iniciativa que tenga por propósito la mejora de nuestra profesión y la defensa de los derechos de las personas que atendemos, por favor me gustaría que contactara conmigo (mi correo está en la pestaña de arriba), estoy muy interesada y tengo algunas propuestas.

viernes, 16 de enero de 2015

Cursos para corruptos en las cárceles españolas

El otro día, echando un vistazo a la prensa por Internet, me llamó la atención un titular: Cursos de reinserción para corruptos en las cárceles españolas. Con este encabezamiento no pude resistir la tentación de pinchar en el enlace. La noticia contaba que la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias ha encomendado a técnicos de prisiones la elaboración de programas específicos para perfiles tipo Bárcenas, Granados, Matas, Pantojas… simplificando, corruptos.

Aún se desconoce el contenido concreto de estos cursos aunque ya se prevé que tratarán temas de Ética y de Código Deontológico, según fuentes de la propia Secretaría. Permitidme la zafiedad: esto es para mearse y no echar gota.

¿Ética? ¿Ahora van a abordar la ética y eliminan del currículo escolar asignaturas como Educación para la Ciudadanía? ¿De verdad alguien cree que alguno de los individuos citados delinquió porque desconocía algún Código Deontológico? Y por cierto ¿a qué Código Deontológico se refieren?

Creo que soy poco sospechosa de oponerme al tratamiento penitenciario de cualquier persona interna, siempre que sea aceptado voluntariamente. Defiendo la posibilidad de reinserción y reeducación por encima de otras finalidades que también contiene la pena. Sin embargo me parece realmente alarmante la premura con la que se han puesto a diseñar programas de intervención específicos para un perfil delincuencial que es casi irrelevante en las cárceles españolas (no porque no haya corruptos, sino porque por desgracia no suelen ingresar en prisión), al tiempo que se descuidan otros colectivos más representativos y con mayor necesidad de intervención.

Sin ambages hay que decir que estos programas son un ejemplo más de la desfachatez de quienes nos gobiernan. Fijémonos ahora en una teoría criminológica que me sirve para argumentar mi oposición a este cursillo. A Santiago Redondo Illescas, profesor de Psicología y Criminología de la Universidad de Barcelona, le debemos una teoría integradora de la delincuencia denominada Modelo del Triple Riesgo Delictivo (TRD)

Para Redondo Illescas existen tres categorías de factores explicativas de la delincuencia. En cada una de estas categorías se recogen grupos de pares: factores de protección y factores de riesgo. Estos pares son los extremos de una horquilla entre los que caben graduaciones intermedias.

Las categorías a las que se refiere el autor son:
A.    Disposiciones y capacidades personales: Todas aquellas características individuales, tanto constitucionales como adquiridas, asociadas a un mayor o menor riesgo de comportamiento antisocial. Así, por ejemplo un factor de riesgo sería una baja inteligencia y un factor de protección una inteligencia normal o algún talento notable. Igualmente una baja motivación al logro tendría su opuesto en una alta motivación de superación.
B.     Apoyo social percibido: características y condiciones ambientales (familiares, educativas y sociales) que conforman al individuo a lo largo de su vida y se asocian a su mayor o menor riesgo delictivo: amigos delincuentes / amigos prosociales, desvinculación de la escuela / apego a la escuela, bajos ingresos / ingresos suficientes, barrios deteriorados / barrios no delictivos, crianza paterna inconsciente / crianza paterna equilibrada…
C.     Oportunidad: todas aquellas características ambientales (o de eventuales víctimas del delito) que favorecen o dificultan el comportamiento antisocial. En la fuente de riesgos C se encuentran aspectos como: alta densidad de población / baja densidad (sin llegar al aislamiento) o la mayor o menor accesibilidad a las propiedades o a las víctimas.

En estas tres categorías de riesgos se enmarcan aquellos factores que hacen más o menos probable el delito. En algunos individuos se aunarán factores de todo tipo, aunque también puede haber otros en los que se aprecie la presencia de sólo uno de ellos.

Una de las tesis que plantea esta teoría es que cuando la fuente de riesgo A (disposiciones y capacidades personales) y la fuente de riesgo B (apoyo social) sean muy bajas la fuente de riesgos C (oportunidad) tendrá que ser muy elevada para que se produzca el hecho delictivo, por ejemplo, un funcionario al que le ofertan una cuantiosa suma de dinero por facilitar información. En este caso la oportunidad es muy elevada, a pesar de que el funcionario en cuestión pueda contar con innumerables factores de protección de la fuente A y B.

Retomando el tema de los programas para corruptos, he podido leer que van a abordar cuestiones referidas a la fuente de riesgos A, es decir, a las disposiciones y capacidades personales ¿Alguien cree que la Pantoja no tiene algún talento notable? (al margen de nuestros gustos musicales, claro está) ¿Alguien piensa que Bárcenas o Matas carecen de espíritu de superación?

No creo que los factores A sean los más sobresalientes en este tipo de perfiles puesto que han demostrado ser inteligentes, tener habilidades verbales y sociales y alta motivación al éxito. En mi opinión, el problema se encuentra en los factores sociales y de oportunidad.
Tramas como la Gürtel han puesto al descubierto que la corrupción no era un acto de un individuo aislado, sino que se trataba de todo un entramado por medio del cual diversos personajes se lucraban. Esto supone un enorme factor de riesgo perteneciente a la fuente de riesgos B porque el círculo relacional de Bárcenas o compañía tenían actividades ilícitas igualmente y, por tanto, de su mundo no iba a percibir sanción social alguna. En terminología de Redondo Illescas, digamos que Bárcenas no tenía amigos prosociales.

También me parecen muy apreciables los factores de riesgo asociados a la fuente C (oportunidad). Esta gente delinquió porque pudo, porque llegaron donde tenían capacidad de influir, porque les compensaba y porque no existía un control estricto de su actividad. Se creyeron impunes.

Me parece muy difícil abordar este tipo de cuestiones desde prisión sin la existencia de un sistema educativo que prime valores como el civismo, la responsabilidad o la honestidad. Y, por supuesto, sin una fiscalización escrupulosa de todas las actividades económicas públicas y privadas. Lo mismo estoy equivocada, pero creo que la lucha contra la corrupción es una cuestión más de voluntad política que de tratamiento penitenciario.